Esta situación de hartazgo político que estamos padeciendo no tiene parangón reciente. Resulta tristísimo el respirar tanta incertidumbre que nos rodea. Tanta angustia amenazante.
Pero no es sorprendente. Esta Europa envejecida, ralentizada, domesticada y habituada a sus constantes cuitas aguanta un Brexit a la vez que el mítico proyecto unionista nacido tras la Segunda Guerra Mundial. Somos un continente devastado por nuestros recuerdos históricos, nuestras múltiples idiosincrasias y cierto espíritu autodestructivo.
Con elecciones a la vista, pero con un electorado dividido, tampoco se atisba una solidez a corto plazo en España. No nos aclaramos. Cedemos el voto pero no sabemos qué será de él. No salimos de un túnel que está siendo larguísimo y no tenemos medios para saber cuándo o dónde acaba.
Como me suelo poner en lo peor, hace un par de años coincidía con un amigo empresario que no saldríamos de la ratonera hasta 2020. Por desgracia, ambos ponemos ya el horizonte en 2025. Y ninguno somos economistas. Los dos nos regimos por los guantazos económicos que nos ha dado la vida. Las caricias monetarias ya son lejanos recuerdos.