Por David Talavera Almendro
Igual que lo son fraternidad, justicia o amistad, lealtad es palabra bella. Pero algunos términos, tan usados y hasta manidos, a menudo desembocan en una semántica tan laxa como errónea. Lealtad, reconozcámoslo, es palabra dicha, escrita, oída y, sobre todo, interpretada de forma equívoca.
El DRAE define lealtad como cumplimiento de lo que exigen las leyes de la fidelidad y las del honor y hombría de bien. Lealtad es cualidad de leal y, remitidos a este término, María Moliner dirá que se aplica a la persona incapaz de cometer falsedades, de engañar o de traicionar, así como a sus palabras o actos. Entre otros muchos, el sinónimo más aceptado para lealtad es fidelidad; como será para leal, el de legal, coincidiendo ambos en su etimología.
Si la lealtad presupone vínculo y confianza y ser leal implica ser fiel en el trato o en el desempeño de un cargo, sus contrarios serán traición y traidor. Pero cuidado: la lealtad no será tal cuando una parte de ese vínculo ejerza sobre la otra prepotencia; ni lo será, tampoco, cuando una de las partes dé por buena, casi necesaria y hasta obligatoria, la sumisión. Donde se conjuga el verbo someter, donde algunos prefieren a los otros sometidos y, peor aún, donde algún masoquista opta por la sumisión y con ella disfruta, no hay lealtad, ni bien ni mal entendida.
Un leal no lo es por rendir pleitesía, un leal no es un lacayo, ni el entrenado para bajar la cerviz. Un leal no es el siempre dispuesto al no, pero tampoco el dispuesto siempre al sí. No es el halagador o el lisonjero, ni el que disfruta en la clac ni, tampoco, el correveidile. El leal, presuponiendo dignidad en la otra parte del vínculo, ha de ser digno y lanzarse a la crítica o el reproche cuando los considere obligatorios y justos.
A mi manera de ver, un líder político se crea a lo largo de un tiempo. En un principio casi siempre se rodea de un equipo de colaboradores que le son fieles. Una vez alcanzada la meta esperada, ya en la cúspide, nombra muchos cargos, gabinetes y nuevos asesores. Éstos, por no dañar al líder o su carrera, a menudo le regalan los oídos, mientras que sus colaboradores iniciales tienden a decirle las cosas cual las ven: ¿dónde hay más lealtad? Mal hará el líder dando mayor credibilidad a los regaladores que a los otros, a los que injustamente puede llegar a considerar desleales.
Es ridículo pensar que la verdad absoluta tan sólo está en aquello que nos ha gustado oír, que de todas las ideas la buena es sólo la propia, que no hay más proyecto que el proyecto de uno. Proponer, aplaudir y aprobar y, por fin, estampar la firma del proponedor: allanar el camino no debe jamás implicar la ausencia de debate, de crítica o de oposición razonados y razonables.
Termino: el político debe estar en contacto con la calle, estrechando manos, presto a los besos, pero también a oír y ver otras realidades. Por supuesto, si sus leales colaboradores se lo permiten. Que ésa es otra.