He visto desaparecer muchas cosas de Talavera. Mejor dicho, he visto hacer desaparecer muchas cosas, cosas que me importaban. Cosas sencillas, quizá sin importancia, esas que van marcando y dejando su impronta en la forma de entender un espacio, una ciudad. Una vida. He visto cortar álamos y olmos, tarays y fresnos, moreras, acacias, todo tipo de árboles simplemente porque estorbaban, habían dejado de ser útiles. El árbol, al fin y al cabo, no tiene defensa, su desaparición sólo deja hueco en el alma de los que observan y aprecian. De los que entienden que es algo más que madera. He visto talar, quemar y envenenar. Un árbol siempre es sospechoso. Como la verdad.
He visto enfoscar las torres albarranas, privando a los vencejos de sus nidos. Vencejos que pasan tres cuartas partes del año en las selvas del Congo, cazando insectos sobre el Atlántico de los trópicos, a miles y miles de kilómetros, y que vuelven aquí para criar en las atalayas de granito y siglos que son las albarranas. Ayer pedía en el pleno que se respetase el inmenso espacio vivo que constituyen las cubiertas de teja de la basílica del Prado. Cientos de parejas nidifican cada primavera allí. Creo que será en vano.
Porque aquí, en esta Talavera, se sigue llevando por bandera el desprecio a todo lo que sea belleza, vida y libertad. La liquidación de los nidos de cigüeña blanca de la propia basílica –edificio, que no se olvide, que pertenece a todos y cada uno de los vecinos de esta ciudad–, ordenada por el equipo de gobierno del Partido Popular, podría decirse que es otra tropelía más. Como la cicatriz de la Portiña y el Berrocal; como la desaparición de los nidos también de cigüeña de la espadaña de San Prudencio, o el del propio Ayuntamiento. Pero no lo es, no es una más. Constata que en el siglo XXI aún andamos anclados en maneras de hace mucho tiempo, que no hemos aprendido nada y que, al contrario, continuamos llevando por bandera y a mucha honra el desprecio a los destellos de vida que se cuelan en la ciudad.
Talavera se ha quedado muy atrás. Más allá de 1987. Somos un decorado de otro tiempo, anclados en nostalgias y en formas de hacer las cosas que ya han pasado de moda. Quizá haya quien piense que liquidar uno, dos, tres nidos de cigüeña no es para tanto. Para mí sí. Son parte fundamental del paisaje emocional, del espacio urbano, del pacto entre la ciudad, entre lo artificial, lineal, acotado y esterilizado; y entre la VIDA, entre lo libre, aleatorio, imprevisible y palpitante.
No me acostumbro a ver desaparecer. No me acostumbro a la barbarie y a la indolencia. No lo lo haré jamás. Eso tiene un precio y lo he asumido hace ya mucho tiempo. La belleza y la vida están condenadas. La libertad y las alas también. He dicho que si algún día pudiera hacer algo en esta ciudad, lo primero sería traer de vuelta a los cernícalos primilla. Algo sencillo, fácil. Fundamental. Talavera precisa alas y viento. Alas para apoyarnos en el viento y volar hacia los puertos de una nueva ciudad que nos merecemos. Mientras, seguimos/siguen talando árboles, tirando nidos, despreciando la vida. Anclados/varados en nuestro tiempo que ya pasó.