Llenos aún de asombro los ojos por lo que vieron en la tarde del Lunes Santo, tomo la pluma para desahogar mis sentimientos. La iglesia mayor de París, el símbolo de la cristiana Francia, ardía sin remisión, mientras su ocaso se transmitía en directo por la televisión.
Fajada por el entramado minucioso del andamiaje dispuesto para su reparación, Notre Dame ardía y ardía sin que nada pudiera hacerse por salvarla, aunque nos queda la duda si, tal vez, pudo hacerse algo más. Los que contemplábamos el horror a través de la pantalla del televisor sentimos una rabiosa impotencia: la sensación angustiosa de no poder hacer nada, mientras los ojos se nos llenaban de lágrimas porque algo nuestro, una parte de la vida y del sentimiento de cada uno de nosotros, se quemaba en las llamas del templo.
El templo, Notre Dame, del que arrancó durante siglos el Camino de Santiago. El templo que ilustró de sagradas reliquias San Luis, rey de Francia. El templo en que se coronaron reyes y Napoleón. El templo ante cuya fachada fue pasto de las llamas, tal vez una premonición, el tratado de nuestro P. Juan de Mariana sobre la Institución Real en que se defendía la teoría del tiranicidio. El templo donde fue organista Louis Vierne durante cuarenta años, muriendo sobre sus teclas cuando ejecutaba su concierto 1750. El templo que sobrevivió a la Revolución Francesa y a la ocupación nazi. El templo que inspiró la andanzas de Cuasimodo y Esmeralda, genial novela de Víctor Hugo. El templo símbolo y gloria del arte gótico universal…
Ahora recuerdo las veces que lo visité guiando a mis alumnos, cuando viajábamos en excursiones culturales por la ciudad del Sena. Nos deteníamos en la fachada de tres portadas góticas, la de Nuestra Señora, la de Santa Ana y la del Juicio Final, sobre las que se desarrolla el espectacular Friso de los Reyes y las dos torres gemelas. En el interior admirábamos los recios pilares cilíndricos que sostenían las armónicas bóvedas góticas, la luminosidad del rosetón y las vidrieras, el esplendor del claristorio, la Piedad de Nicolás Coustou presidiendo en la cabecera… y el tesoro-museo. Hace unos meses lo vi por última vez. Yo no podía sospecharlo. Ahora lo recuerdo recubierto por el laberinto de andamios metálicos, que es lo único que ha quedado en pie en medio del fuego infernal que lo ha devorado.
ETIAM PERIERE RUINAE
Lunes Santo. Y que ciego cataclismo.
El alma de París, la flor de Francia
que irradiaba la más pura fragancia,
Nôtre Dame… aherrojada en el abismo.
Cuando el sol pone su oro en las fachadas
y el carmín armonioso de la tarde
en las aguas del Sena fulge y arde,
Nôtre Dame es un volcán en llamaradas
Ocho siglos de sueños y de hazañas,
ocho siglos del arte y su memoria,
ocho siglos de inmarcesible gloria
el templo resumía en sus entrañas.
Bóvedas de labrados terceletes,
rosetón de cuajada celosía,
vidrieras engastadas de gabletes
que tornan celestial la luz del día,
aguja que a los cielos desafiaba,
arropada en celajes de querubes,
descollando invencible entre las nubes
y a París noche y día custodiaba.
Órgano en cuyo mágico teclado
duraban las caricias imborrables
de Louis Vierne, que moría extasiado
sobre las sabias teclas insondables.
Jamás olvidaré su claristorio,
donde la Luz de Dios entra y reside,
inundando de encanto adoratorio
la Piedad de Coustou que la preside.
Consagraron su estética divina
y hoy lloran su abrasada arboladura
San Luis, Napoleón y Víctor Hugo.
También yo, que hoy asisto a su ruina,
pues bebí de su estudio y su hermosura,
un torrente de lágrimas enjugo.
José María Gómez Gómez