miércoles, 27 noviembre 2024
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De lealtades, deslealtades y lo que con ellas acaece

De entre todas las virtudes que posee el ser humano, la lealtad se caracteriza por la paradoja: quien es dueño de este don no es el que se beneficia de él, sino que quien tiene la gracia de disfrutarlo es la persona que lo recibe.

Por lo general, la primera lealtad que conoce toda persona en su recorrido vital es la que debe a su familia; a nuestros padres debemos nuestra vida y por ello se entiende que, salvo situaciones de cuidado deshonrosas por su parte, ofrecerles esta fidelidad es nuestro deber. Por extensión, y a lo largo de su vida, todo individuo ofrecerá lealtad y fidelidad a su círculo de amistades, a su pareja y a sus personas más cercanas.

Sin embargo, muchas veces los que aparentan ser fieles, no siempre lo son tanto. Existen diferentes tipos de lealtad y muchas veces esta no es tal, sino más bien una respuesta a una situación puntual o una contraprestación de intereses.

Cuando la bolsa suena, lealtad obliga. El problema es que este tipo de lealtad no sirve a largo plazo, pues en una relación obligada no hay posibilidad de elección y la fidelidad se mantiene simplemente porque la relación es imposible, difícil o -simplemente- costosa de romper. En este caso el ‘leal’ muchas veces se encuentra atrapado por una cierta dependencia más que por estar comprometido y ligado a un deseo consciente y voluntario de apego y fidelidad. Este tipo de leales aparece cuando se acerca el éxito y queda bajo mínimos cuando surgen los problemas. Pregunten si no a Casado cuántos de quienes se fotografiaban con él hace tan solo unos meses, jaleándolo como líder de masas, permanecen hoy a su lado.

El hombre es un animal de costumbres y así, existen también los leales por inercia, que abundan en la sociedad sin que tengan mucha razón de ser. Tal es el caso de los fieles que se basan en la tradición que otros les marcan. Estos ‘fieles por tradición’, en ausencia de un sentido crítico propio que le permita analizar qué valores y principios defienden con su lealtad, lo mismo siguen a quien defiende una idea que a quien defiende la opuesta cuando alguien de su confianza y credibilidad les dice que aquello que antes entendían como verdad suprema hoy ya no sirve (para sus fines e intereses particulares, principalmente).

Lo que vienen siendo lealtades líquidas que mutan con facilidad en función de lo que aquellos que les atrajeron les marcan como nuevo rumbo a tomar. Siguiendo con el ejemplo de Casado serían aquellos militantes del PP que hace unos meses denostaban a Feijóo por ser demasiado moderado y hoy le aclaman por su falta de crispación.

Por mi parte prefiero la ‘lealtad del Cid’. La lealtad basada en el compromiso que es, a mi parecer, la más atractiva y real de todas. Sería aquella que se caracteriza por seguir a un líder o idea después de analizar los pros y los contras simplemente porque considera que es lo mejor para todos y no solo para los propios intereses. A veces, hasta se está dispuesta a pagar un alto precio con respecto a otras opciones.

Digamos, por tanto, que este tipo de lealtad coincide con aquella que Rodrigo Díaz de Vivar le dispensaba a Alfonso VI aun habiendo sido desterrado por el monarca debido a las maledicencias de algunos cortesanos.

El Cid fue un personaje de una lealtad absoluta, no una lealtad pacata, sino una lealtad sensata y firme que decidió mostrarle a su monarca hasta el final -sin esperar nada a cambio- siendo consciente de que en otros tiempos había sido el rey quien había velado por él.

Hoy, en un mundo lleno de lealtades que cambian tan rápido y con tanta facilidad, es fundamental mantener el honor y la honestidad con los demás y -sobre todo- con uno mismo; esa coherencia de valores nutre las almas de quien la posee y se convierte en la marca personal más eficaz y genuina que puede ofrecerse.

Diana López Gómez es diputada socialista en las Cortes de Castilla-La Mancha

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