La OMS define la violencia como “el uso deliberado de la fuerza física o el poder, ya sea en grado de amenaza o efectivo, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones”.
Atendiendo a esta definición, la violencia se encuentra en todas partes, en todo lugar donde se mantienen relaciones interpersonales -ya que todas son de algún modo relaciones de poder o jerárquicas-, aunque en muchas ocasiones esta es invisibilizada y poco reconocida por ser considerada como parte de la cultura y de la forma de ser de las personas y no como un problema de toda la comunidad.
En lo que respecta a la violencia de género, es una lacra social que sigue golpeando duramente en nuestro país y que no puede ser negada en modo alguno por lo abrumador de su evidencia. Precisamente por ser un problema social lo es también educativo, entendiendo que la Educación es un agente fundamental de cambio y desarrollo para cualquier sociedad.
Por tanto, sabiendo que la educación es un proceso de creación y adquisición de nuevos valores, podemos comprender que más allá de limitarse a educar en la prevención de la violencia machista, el sistema educativo aborde la igualdad de género y la no discriminación por razón de sexo desde el prisma de toda su complejidad.
Todos los miembros de una sociedad por supuesto tienen en algún modo la responsabilidad individual y colectiva de superar estereotipos y prejuicios creados alrededor de las identidades de género que encuentran su base histórica en las sociedades machistas, patriarcales y sexistas que han existido a lo largo de toda la humanidad. Esa situación de partida es, sin duda alguna, la que ha cimentado los modos culturales y las formas de hacer que siembran y alimentan la violencia de género.
Ahora bien, las y los docentes no podemos ponernos de perfil en la función que -como agentes de cambio social que somos y ejemplo de ciudadanía que debemos ser- se nos supone, y debemos entender que nuestra obligación es la de ser los primeros en hacernos cargo de la educación de chicos y chicas en unas relaciones de igualdad y de confianza contrarias a las relaciones abusivas y de violencia entre jóvenes que están sufriendo una escalada de un tiempo a esta parte.
Y es que, por coeducar para erradicar la violencia machista no podemos entender limitarse a ‘enseñar’ a través de programas y/o talleres puntuales, multitud de conceptos o teorías que si no se saben llevar al aula de forma que calen en las y los estudiantes, o no se adaptan al nivel psicoevolutivo del alumnado, de nada sirven.
Educar en la Igualdad va, y por su importancia debe ir, más allá; mucho más allá. Formar en la no discriminación por razón de sexo requiere educar individuos en libertad, alejados de los estereotipos y los prejuicios que la sociedad tiene puestos sobre ellos y que son los que favorecen la reproducción de la desigualdad, la discriminación y, como consecuencia de estas, la violencia de género.
No podemos entender por lo tanto la violencia de género como la causa, y por ende el punto de partida de nuestro trabajo pedagógico en el aula, sino más bien como la consecuencia de modelos previos de comportamiento que son inadecuados y que deben ser los que tomemos como contenidos actitudinales en la programación que todo programa educativo -sea dentro o fuera de un aula- debe tener como base si queremos dotar de un verdadero sentido aquello que enseñamos.
Para ello, al margen de respuestas de manual informativo, debemos tener meridianamente claro cuáles son los valores que debemos trabajar y no podemos hacerlo sin acotar antes qué es la violencia de género en toda su amplitud y a qué nos estamos enfrentando.
La violencia no es violencia solo cuando se llega a la agresión física. De hecho, cuando la violencia llega a tal extremo, la víctima ha pasado por un calvario previo de desprecios y minusvaloraciones que le hacen sentirse bloqueada hasta el punto de no saber cómo actuar y no poder hacerlo. Violencia, como digo, no es solo el primer bofetón. Violencia de género es también señalar a una mujer por su vestimenta; violencia de género es que algunos hombres continúen cuestionándonos por nuestras relaciones personales; es violencia de género educar a las chicas en la sumisión yen una modestia mal entendida que no nos permite expresarnos con libertad bajo el riesgo de ser calificadas de conflictivas o histéricas; es violencia de género pensar que las drogas, el alcohol, o ciertas y actitudes sean atenuantes de una agresión sexual; es violencia de género que algunos hombres humillen a sus exparejas como venganza; es violencia de género no dejar vivir la sexualidad como un gran placer y con libertad y responsabilidad de cada persona… y, sobre todo, es violencia de género pensar que la violencia de género es solo un asunto entre el agresor y la víctima.
Siendo un tema tan complejo e importante no podemos limitar, insisto, la educación contra la violencia de género a charlas o talleres que -además de ser puntuales y esporádicos- están impartidos por profesionales sin una formación pedagógica que asegure la idoneidad y adecuación de los contenidos y las actividades al grupo discente al que se enfrenta.
Por supuesto estos talleres y charlas son positivos y necesarios si se entienden como complementarios a la educación formal, de hecho es de agradecer que ayuntamientos como el de Talavera de la Reina trabajen para poner en marcha acciones de concienciación contra la violencia de género a través de la educación, pero entendiendo siempre que el sistema educativo debe ser la ‘piedra de toque’ sobre la que se asiente la formación de nuestros jóvenes en actitudes y valores que erradiquen de nuestra sociedad la violencia de género de una vez por todas.
Diana López Gómez es docente, diputada regional y
portavoz de Educación del Grupo Parlamentario Socialista